No podía explicar lo que le sucedía, abría los ojos, pero le era imposible levantarse. Pasaban los días y todo transcurría igual, tumbado sin poder erguirse. Los alimentos no eran necesarios, ni ir al excusado o tomar agua. Lo único importante era dormir, y más que dormir soñar. Esos sueños de sol y luna roja, sueños de muerte, sueños de ira, sueños de guerra.
Había gozado en su momento de la gracia y los favores de Ares, pero esa dicha llegó a su final. Ahora se enfrentaba a su venganza. Ares, no por bueno, era llamado el más cruel de los dioses. La particular ira del hijo de Zeus y Hera consistía en entrenar a los mortales en las artes de la guerra, pero no de la estrategia. Los hacía osados, viles y crueles, para finalmente, y con la ayuda de su querido Hipnos, sumirlos en sueños eternos. Sueños de miseria y decadencia, sueños en los que eran transformados en los más poderosos asesinos, sueños rojos que los llenaban de ansias de sangre.
En ocasiones los atractivos jóvenes despertaban, sólo abrían los ojos y contemplaban por pocos segundos el exterior, pero les era imposible caminar. La sed de guerra y muerte los consumía, era ella quien los dominaba y dirigía ahora. No quedaba más que cerrar los ojos y añorar una gran cacería que los empapara de rojo y calmara la sed, sólo quedaba dejar el alma en la guerra y entregar el cuerpo a Ares.